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Los santos nos invitan a elevar la mirada «Hacia lo Alto», hacia el Cielo, hacia Dios. Nos invitan a no quedarnos en lo que el mundo nos ofrece, sino a poner nuestro corazón en los bienes eternos y verdaderos. La subida a esta cima puede costarnos esfuerzo, pero merece la pena. Los Siervos y Siervas del Hogar de la Madre nos presentan en este programa las vidas de aquellos que ya han alcanzado la meta y que nos invitan a mirar «Hacia lo Alto».

 

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San Maximiliano vivió completamente enamorado de la Virgen, amándola y haciendo amar a aquella a quien ofrecía cada día toda su vida. Siendo sacerdote franciscano fundó la Milicia de la Inmaculada y propuso a todos sus miembros llevar la medalla de la Milagrosa, arma más fuerte que cualquier bala que pueda uno tirar contra el enemigo para vencerle. Un santo que murió dando su vida por caridad en el campo de concentración de Auschwitz tiene mucho que enseñarnos hoy. No te pierdas su historia en «Hacia lo Alto», de la mano de Marta del Pilar Calandra.

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San Tarsicio y la Eucaristia

En este «Hacia lo Alto», la Hna. María Fra —Sierva del Hogar de la Madre— reflexiona acerca de la vida de san Tarsicio, jovencísimo mártir de la Eucaristía. San Tarsicio vivió en una época de persecución religiosa en la que los cristianos arriesgaban su vida para poder recibir a Jesús en la Eucaristía. Fue llamado al martirio cuando el Papa Sixto aceptó su ofrecimiento de llevar la Sagrada Comunión a los cristianos encarcelados a causa de su fe. Acorralado por otros muchachos que, por curiosidad e intuyendo el tesoro que Tarsicio custodiaba, intentaron quitarle a Jesús Eucaristía, murió bajo sus golpes. Pero la fuerza de Dios triunfó en su testigo, pues su fidelidad en la defensa de la Eucaristía fue heroica y consiguió evitar la profanación. Su ejemplo alentó la perseverancia de otros cristianos que seguían a Cristo por el camino de la Cruz.

Santa Isabel de la Trinidad y la inmolacion

En este «Hacia lo Alto», el P. Félix López —superior general de los Siervos del Hogar de la Madre—, nos recuerda cómo Jesús también se hace presente en la cruz para transmitirnos su amor. Desde el verano de 1903, Santa Isabel de la Trinidad comenzó a tener problemas de salud: se cansaba mucho y tenía frecuentes problemas de estómago. A principios de 1905 la situación empeoró, se sentía agotada, sin fuerzas. Ella no lo sabía, pero padecía la enfermedad de Addison, que por entonces era incurable. A finales de marzo de 1906, Isabel entra en la enfermería del convento. Allí pasará los últimos ocho meses de su vida, viviendo lo que la Madre Germana calificaría como «una auténtica subida al Calvario». El estado general de Isabel fue empeorando, y en sus últimos días apenas podía comer y beber, privándose de recibir la Sagrada Comunión. Este hecho supuso un gran sufrimiento para ella, y desde su lecho experimentó cómo su vida se identificaba con la inmolación que Cristo hacía de sí mismo sobre el altar. A pesar de esta dolorosa situación, ella lo acepta todo de las manos de Dios y escribe en sus cartas: «Por encima de todo, la voluntad de Dios es mi alimento».

Santa Isabel de la Trinidad y los sacerdotes

En este «Hacia lo Alto», el P. Félix López —superior general de los Siervos del Hogar de la Madre—, nos recuerda la importancia del don tan excelso del sacerdocio en la vida de la Iglesia y la santificación de las almas. Santa Isabel de la Trinidad mantuvo una ardua correspondencia con varios seminaristas y sacerdotes, a quienes tenía una gran veneración, ya que a través de su ministerio las almas pueden recibir al Señor y ser transformadas en Él. Las 40 cartas que santa Isabel les dedicó son de un gran valor, pues contienen su propia vivencia del misterio de Dios. No pretendió tanto enseñar, sino acompañar y alentar a sus hermanos en su camino sacerdotal. El conjunto de estas cartas revela la profunda inquietud sacerdotal de santa Isabel de la Trinidad, muy similar a la de Teresa de Lisieux. También ella quería transmitirles su experiencia de camino espiritual como medio de evangelización, que se concretó en la vocación descrita por san Pablo: «para ser alabanza de la gloria del Padre».

San Pío X y la Eucaristía

En este «Hacia lo Alto», la Hna. María Fra —Sierva del Hogar de la Madre— nos presenta la vida de san Pío X, conocido como el «Papa de la Eucaristía». San Pío X fue elegido Sumo Pontífice en agosto de 1903, siendo Vicario de Cristo hasta su muerte en 1914. El lema de su pontificado fue «Instaurar todo en Cristo», pues con gran espíritu apostólico y celo por las almas defendió la doctrina y disciplina católicas. Ante todo, sus esfuerzos se dirigieron a promover la piedad entre los fieles y a fomentar la recepción frecuente de la Sagrada Comunión. Por dicha razón, mediante el decreto «Quam Singulari», promulgado el 15 de agosto de 1910, recomendó que la Primera Comunión en los niños no se demorara demasiado tiempo después de que alcanzaran la edad suficiente para tener uso de razón, poniendo como único requisito fundamental ser conscientes de que en la Eucaristía estamos recibiendo a Cristo, Dios mismo presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad.

Santa Isabel y la Santísima Trinidad

En este «Hacia lo Alto», el P. Félix López —superior general de los Siervos del Hogar de la Madre—, nos recuerda la presencia viva y real de la Santísima Trinidad en la Santa Eucaristía, misterio que fue exaltado de manera especial en la vida de Santa Isabel, la cual se distinguió por ser profundamente eucarística y trinitaria. A los 19 años, durante unos ejercicios espirituales, recibió la primera experiencia extraordinaria de la «inhabitación trinitaria». En efecto, el carisma que marcará la juventud de esta joven y futura carmelita consistirá en ello, en saberse amorosamente «habitada» por la «Santísima Trinidad». El 8 de diciembre de 1901 la vistieron con el hábito religioso y le dieron el nombre de Isabel de la Trinidad. Su unión con la Santísima Trinidad creció en las profundidades de su alma, y mirando a María aprendió a salvaguardar la presencia del Dios vivo y a hacer cada día la voluntad del Señor con generosidad.

San Juan Bosco y la Eucarística

En este «Hacia lo Alto», la Hna. Anna Riordan —Sierva del Hogar de la Madre— nos presenta la vida de san Juan Bosco, proclamado por el papa Juan Pablo II como «padre y maestro de la juventud», pues dedicó su vida a la gran labor pedagógica y apostólica de los jóvenes. No hay duda de que san Juan Bosco tenía un alma profundamente eucarística y fue precisamente eso lo que le dio la fuerza para fundar la gran obra que hoy conocemos como «Familia Salesiana». Puede decirse que los pilares de su obra fueron la Eucaristía y la Santísima Virgen María. Animaba a los jóvenes a la confesión y comunión frecuente y los exhortaba diciéndoles: «No hay felicidad más grande en esta tierra que la que suscita la comunión bien hecha». Y añadía: «No hay nada que tema más el demonio que estas dos cosas: una comunión bien hecha y las visitas frecuentes al Santísimo Sacramento. ¿Queréis que el Señor os dé muchas gracias? Visitadle a menudo. ¿Queréis que el Señor os dé pocas? Visitadle pocas veces». Al morir, estas fueron sus últimas recomendaciones: «Propagad la devoción a Jesús Sacramentado y a María Auxiliadora y veréis lo que son los milagros. Os espero en el Paraíso».

Santa Isabel de la Trinidad y la vocación

En este «Hacia lo Alto», el P. Félix López —superior general de los Siervos del Hogar de la Madre—, nos recuerda que Jesús Eucaristía, presente en la Santa Misa, es el Pan vivo bajado del cielo que hace germinar las santas vocaciones. El primer signo de la vocación religiosa en la vida de santa Isabel tuvo lugar el día de su primera comunión. Tres años después se dio otro acontecimiento decisivo: «Durante la acción de gracias, me sentí irresistiblemente impulsada a escoger a Jesús como único esposo; y, sin más dilaciones, me uní a él por el voto de virginidad». A partir de este hecho trascendental, se acentúa en ella la vocación al Carmelo; sin embargo, es a los 17 años cuando se lo comunica por primera vez a su madre, la cual no se manifestó muy favorable a sus propósitos y procuró distraerla en la vida social de Dijón. Isabel viajó, practicó la música, la danza, hizo amistades y tuvo ofertas de matrimonio, pero nada de eso sació su sed de Dios. Finalmente, viendo la realidad y autenticidad de la vocación de Isabel, su madre le brinda el beneplácito para ingresar en el Carmelo a los 21 años de edad.

Santa Gema Galgani y la Eucaristía

En este «Hacia lo Alto», la Hna. María Fra —Sierva del Hogar de la Madre— nos presenta la vida de santa Gema Galgani, un alma que se destacó por su gran devoción a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y su amor profundo por la Eucaristía y los pecadores. Desde muy pequeña, Gema mostró signos de santidad y el Señor le concedió muchas gracias místicas. Podía ver y dialogar con el Señor, Nuestra Madre y su ángel de la guarda. También poseía los estigmas de la Pasión. Para santa Gemma, la Eucaristía era el centro de su vida, y recibirla era el anhelo más grande de su corazón. A los nueve años, después de dos largos años de espera, santa Gema pudo recibir la Primera Comunión en la fiesta del Sagrado Corazón. Lo vivido aquel día lo describe de esta manera: «En ese momento comprendí que las delicias del cielo no son como las de la tierra. Hubiera anhelado no interrumpir nunca aquella unión con mi Dios». Es a raíz de la primera comunión cuando se despierta en ella el gran deseo de ser religiosa y un ardiente anhelo de padecer y ayudar a Jesucristo a llevar la Cruz para la salvación de las almas.

Santa Isabel de la Trinidad y su Primera Comunión

En este «Hacia lo Alto», el P. Félix López —Superior general de los Siervos del Hogar de la Madre—, nos presenta la vida de santa Isabel de la Trinidad, carmelita descalza nacida en Francia en el siglo XIX. El primer momento eucarístico en la vida de santa Isabel fue su Primera Comunión. En una carta, dos años antes, ya le hablaba a su madre del deseo y las ansias que tenía de recibir a Jesús sacramentado, lo cual nos revela la profundidad del alma de esta niña. Recibió la Primera Comunión a los once años y reconociendo el gran don que Jesús hacía de sí mismo, exclamó inflamada de amor: «Ya no tengo hambre, Jesús me ha saciado por completo». Esta plenitud que el Señor dará a su alma pronto empezará a reflejarse en su comportamiento y en su creciente vida de gracia.

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